Se lo escuché a José Andrés mientras compartíamos unas sardinas y unos pimientos de Padrón en el Bar Santurce en el Rastro de Madrid. “Sí, pruébalo”, me dijeron Inés y Carlota y a ellas les prometí hacerlo pese a mi escepticismo.
Seis meses más tarde, en la intimidad de mi cocina, en la misma que escribo, empuñé el cuchillo y la desnudé. La piel cayó con sus semillas y dejó el interior de corazón. Desvestirla le supuso perder algo de su identidad, de su fuerza y bravura, para convertirse en otra cosa, más pequeña, más suave, más dulce. Seguía siendo fresa, pero ya no tanto.
La diosa babilónica Isthar descendió al infierno y en cada una de sus siete puertas fue privándose de uno de sus atributos. Despojarse de todo y salir más pura (quizás más fuerte).
En un teatro Cristina Fallarás, Vicky Rosell, Carla Vall, Marisa Kohan. Hablan de la sutil mentira que nos hemos contado muchas veces a nosotras mismas con respecto al consentimiento, porque te dan el relato que debes creerte: que haya sido una pareja fortuita un día antes no justifica que te viole al día siguiente; que le hayas dado un beso no significa que quieras practicar sexo vaginal, que hayas practicado sexo vaginal no significa que quieras practicar sexo anal. Cuanto más duro sea el sexo que se practica más diálogo y consentimiento existe, porque el sexo no es cuestión de poder sino de empoderamiento entre iguales.
—Voy a pelar una fresa —le dije a Ari.
—¿Cómo se pela una fresa?
—Con un cuchillo.
—Me parece complicado.
—¿Por?
—Es pequeña, suave. Se puede estropear.
Todavía hay jefes de sala que se mueven histriónicos por el teatro del restaurante. Un día te adulan por tu compañero político, otro te ignoran con tu compañera escritora. Don Julio el maître se acerca a voces con la pregunta retórica de “¿Está todo bien? Que no falte café, ¿o prefieres un ron, una ginebra?”.
—Ya no bebo —contesto, pero sigue enumerando bebidas, así que insisto.
—No bebo alcohol.
Me mira y aprovecho entonces a decirle que me gustaba demasiado, pero que ahora no puedo. Y entonces calla.
—¿En serio? —asiento y pregunta bajando la voz si lo llevo bien.
En una de mis clases en el Master de Innovación y Cultura Gastronómica en la Universidad de Cádiz hice la prueba. Sin preámbulos ni explicaciones pedí pelar las fresas. Algunos me miraron incrédulos, otros rieron, varios se enfadaron y alguno soltó con desaire: “¡Pelar las fresas!”.
Tres estudiantes se prestaron a pelar su fresa frente al resto. De forma torpe en ocasiones, con destreza en otras, en peladura perfecta o intermitente. Para A. no era nuevo ver caer la epidermis de la fruta. Una vez capturó así sus semillas para sembrar el jardín. En el caso de E. era cosa habitual en su cocina profesional donde elaboraba con su carne limpia una gelatina. P. nunca lo había pensado, pero quizás así el corazón de fresa podría convertirse en el centro de un maki, quién sabe.
Al probarla muchos sintieron rechazo. No era su fresa. La de siempre. Otros, sorpresa. Algunos tuvieron que volver a probarla como si quisieran guardarla para tiempos en los que haya que bajar y abrir puertas hasta el infierno.
Maravillosa experiencia, me la quedo