Comer tierra
Es una forma de vértigo, una caída y un recuerdo antiguo. El impulso de comer tierra hoy metáfora, ayer realidad.
Maria me dijo que leyera su libro despacio, pero no puedo. Mis ojos corren en diagonal por las páginas desde hace décadas. Leo cada día y leo muchos libros a la vez, de cualquier tema y en cualquier formato. Me lleno de sus contenidos y reflexiono. Para mí es parte de una profesión que ejerzo a tirones, la de escritora.
Me gustaría plantarme como dice Paco Umbral en Anatomía de un dandy ser “escritor total”, porque eso de “escribir en los ratos libres es una trampa”. Sé que Maria lo ha conseguido pero también sé que es difícil, y no solo por el tema económico exclusivamente, sino por todo lo demás: soledad, aislamiento, duda constante. Así lo he leído en los diarios de Rafael Chirbes y así se lo he escuchado decir a Annie Ernaux, a quien la escritura le costó alejarse de su familia.
Artesanía
El escritor Alexis Ravelo me recordaba siempre que la escritura era artesanía y que yo era por encima de todo una artesana. La artesanía, la misma que llevó a Maria Nicolau hasta la cocina según cuenta en su último libro, ¡Quemo! Encuentro nexos invisibles que unen la cocina y la escritura y recuerdo que el escritor Manuel Vázquez Montalbán aseguraba que de no ser escritor hubiera sido cocinero. Pero qué diferente es ver la cara de quien come un plato a imaginar la de un lector frente a un libro.
Cuando Maria dejó de ser cocinera profesional tuvo que desintoxicarse. No era capaz de comer sentada, ni tomar más de un bocado cada vez. Y según contó en la presentación de su libro tuvo que hacer un plan con un nutricionista y readaptarse a la vida de persona que se sienta a la mesa, primero con siete tomas diarias, después 5 y así hasta que consiguió hacer las 3 actuales. También tuvo que empezar a correr porque solo dormía por efecto del agotamiento.
Sé de lo que habla porque cuando dejé el periodismo de actualidad tuve que desintoxicarme del “ruido” y me quité durante un tiempo la televisión, la radio, los periódicos y los bares cerca de ministerios, ayuntamientos, juzgados y agencias. También comencé a correr. Y pese a que ya han pasado muchos años, aún quedan huellas tan sutiles como los párrafos de 5 líneas.
Cambiar de trabajo cuando te apasiona la profesión como tú la entiendes, es un duelo. Yo tuve el mío. Maria, el suyo. Ambas sufrimos la decepción de conocer a fondo en qué consistía el éxito de los demás, la decepción de comprender que daba igual lo bien que lo hicieras y la desesperanza ante tal falta de empatía. Y esa ilusión perdida deja un vacío similar al del estómago que ruge y se encoge cuando lleva días sin nada.
Cometierra
Escucho a menudo a Claudia G. decir “bajar a tierra”, pero en mi caso quiero ir más abajo, quiero comer tierra. El cuerpo cree que así podrá llenar el vacío o, al menos, escuchar lo que la tierra le tiene que decir, como a Cometierra, la protagonista de la novela de Dolores Reyes, a la que le hablaba de las mujeres muertas que dan por desaparecidas.
Pero comer tierra hoy en día es enfermedad (se llama malacia (perversión del apetito que consiste en el deseo de comer materias extrañas e impropias para la nutrición, según la RAE). Sin tener en cuenta la desesperación del hambriento, habitual entre los niños de posguerra para los que quedaba la mácula y deshonra de haberlo hecho.
No obstante, todo cambia, y es que en otra época, comer tierra podía ser tan refinado como pellizcar trocitos de búcaro hecho por artesanos y artesanas con barro, una costumbre social en los cuadros de Velázquez (Las Meninas, Las Hilanderas), que recoge el primer diccionario de la lengua española, el de Covarrubias así:
«Género de vaso, de cierta tierra colorada que traen de Portugal, y porque en la forma era ventriculoso y hinchado le llamaron búccaro o bucea, que vale el carrillo hinchado [...] Destos barros dizen que comen las damas por amortiguar la color o por golosina viciosa, y es ocasión de que el barro, y la tierra de la sepultura las coma y consuma en lo más florido de su edad».
Giner de los Ríos explica que “los barros y búcaros rojos pequeños, denominados “brinquiños" o "brincos" y usados para beber agua” eran curiosamente comidos por las señoras después de beber su contenido. Y se hace eco de que “para evitar este abuso tan pernicioso a la salud, los sacerdotes hubieron de prohibirlo en el confesionario».
Me pregunto por qué fue considerado por muchos intelectuales que lo estudiaron como “un vicio” de solo mujeres. Indago y encuentro despropósitos como que les proporcionaba “la evasión que buscaban las aburridas mujeres españolas”, idea machista también asociada al consumo de chocolate. Donde veo “aburridas” creo que se puede leer oprimidas, desahuciadas, agotadas, excluidas. Como hoy, como siempre.
Todo esto
En un artículo médico se explica, sin embargo, que ingerir barro provoca «opilación», una especie de paralización del abdomen, con pérdida de la menstruación. Y entonces entiendo que comer tierra podría formar parte de “todo esto” que nos ha tocado vivir a las mujeres desde hace tantos siglos—como diría Cristina Fallarás que acaba de sacar una novela titulada El final de todo esto—.
Añoro el sabor de tierra —lo pide el vacío— y recuerdo entonces el del agua del porrón o de la talla en Canarias, pero me quedo con lo que sugiere el escritor florentino Lorenzo Magalotti, quien describió el aroma y el sabor de las tierras olorosas en sus cartas a la marquesa Strozzi en 1695 de la siguiente manera:
«bálsamo negro líquido, bálsamo blanco en lágrima, anime, quinina, tanto la que gotea externamente de las cortezas, como la que se da en esas almendritas que en España llaman pepitas; sándalos olorosos de varias clases, palo de Brasil, que se vea violeta; Jacaranda, cedro, áloe blanco, palo del águila, que no tiene más enemigo que su estimación que a ver demasiado y valer, en consecuencia, poco. Cacao, vainilla, en fin aceites, gomas, maderas, hierbas, almendras, retamas, todo se reúne en esa calidad de aromático, de medicinal, pero aromático benigno, amable, todo gentileza: medicinal galante, delicioso, todo alivio»
Parece que además que estas tierras eran consumidas de una forma más discreta por los señores de la época, quienes la mezclaban con el tabaco, y también entre los niños, al menos de la corte, si nos detenemos en el cuadro de Juan Bautista Martínez del Mazo Doña Mariana de Austria, viuda (1666, Londres, The National Gallery), donde aparece la reina de luto y en segundo plano su hijo pequeño, futuro Carlos II, tomando un búcaro que le ofrece una doncella. Sin embargo, fue la esposa de éste, María Luisa de Orleans, quien falleció de “cólico miserere”, es decir, peritonitis, que achacaron a la ingesta de «barro de Chile».
Recetas
Tierra es una palabra atávica y poética a la vez, muy común en la cocina, aunque como ideal. Pura metáfora cuando hay que poner lo pies en el suelo y literalidad que he visto servida en el plato en el restaurante Can Roca con aquella Ostra con destilado de tierra de 2005.
La receta fue premiada por uno de esos críticos gastronómicos a los que Maria Nicolau acusa de mirar hacia otro lado en los años en los que la cocina de vanguardia española iba dejando cadáveres a su paso. Periodistas que miran hacia otro lado y periodistas que miran de frente y a los que nadie leerá incluso cuando ya no se pueda ocultar el lodo.
La reproducción en casa de la receta del destilado de tierra es imposible si no se tiene un rotovapor en la cocina, un aparato utilizado en los laboratorios con el nombre de evaporador rotativo. Así que para comer tierra habrá que traer de nuevo las pastillas de barro negro que se ofrecían como dulces en la corte en el siglo XVII o ir más atrás en el tiempo y elaborar el pan de Piceno o picentino.
Jean-François Revel en Un festín en palabras describe que este pan elaborado en el pueblo de Piceno se elaboraba con un cereal llamado zéa o mijo de Indias (miliun índico de Plinio) y con un tipo particular de arcilla, la creta, que se recoge entre Nápoles y Puzol. El resultado parece que era más cercano al bollo que al pan y se comía tras sumergirlo en leche melosa.
Entre las recetas que narra Maria en ¡Quemo! —el grito-advertencia que se usa en las cocinas para evitar colisiones entre los trabajadores— las hay de cielo y de tierra. Las que recuerdan a la sala de recepciones del Papa —coques morenes y los strozzapreti con mantequilla de limón y calabacín— y las que bajan a tierra como las lentejas, tan odiadas por los que tuvieron que comerlas apartando gusanos en aquella otra España.
En mi infancia de los años 80 del siglo pasado “escogía” lentejas con mi abuela. Las poníamos sobre la mesa y las íbamos eligiendo entre los palitos, piedrecitas (alguna vez mastiqué alguna que se había escapado) y granos malogrados. Uno de aquellos días le pedí que me dejara un puñado para cocinarlas yo misma y la abuela confió en mí.
En la olla en la que jugaba a hacer guisos con tierra y agua puse las lentejas con medio tomate troceado, una raja de pimiento verde cortada fina y un trocito de cebolla muy cortada. Todo en crudo en el agua junto con las hierbas que había en el huerto: una ramita de tomillo y otra de hierbabuena, perejil y cilantro picado. Un chorizo de aceite y sal.
Recuerdo a menudo el aroma de cuando todo aquello comenzó a hervir, un olor que a veces en la cocina consigo que vuelva con tal claridad que pienso que llega del más allá como las palabras que voy escribiendo, aunque sé, como Maria, que son solo una forma de artesanía.